NUEVOS POETAS ARGENTINOS:FUETE LOS ANDES. En una Argentina sometida a crisis que no cesan, la literatura joven existe y palpita. Casi nadie lo sabe, casi nadie la lee, pero mientras tanto se escriben obras muy importantes, esencialmente originales. Con algunas excepciones, su estética elude el realismo decimonónico y prescinde de entonaciones trágicas, con ecos de escritores alejados de las poéticas del ’70, como Hebe Uhart o César Aira. Es difícil ser trágico en un entorno detenido y resignado, es difícil ser realista cuando se trata de contar un presente sin raíces en el que sin embargo el pasado acecha (ese pasado inimaginable, detrás de 1976) y la realidad huidiza, insegura, está suspendida en la nada."No, viejo, a mí no me joden. El mundo tiene veinte años", dice un personaje de Memoria Falsa, de Ignacio Apolo. Es la edad que tiene él. La novela es de 1996, el mundo nació en 1976. Lo de antes, imposible imaginarlo. Con otra edad, "Laurita de Apuba" es una ex militante que salió -mágica, como un espíritu- de su fortaleza, para encontrar en la ciudad al hijo de 20 años que le arrancaron. Ella tiene otra versión: "El mundo había desaparecido o yo me equivocaba, o había desaparecido yo del mundo".La narrativa que jóvenes escritores y escritoras están haciendo en la Argentina durante los últimos diez años se pregunta cosas así, pone en cuestión el estatuto elemental de la existencia. Incluso “La traducción”, de Pablo de Santis, o “Crímenes imperceptibles” de Guillermo Martínez, policiales deductivos (género de la "verdad" por excelencia), solucionan los asesinatos con una lengua fantástica, como De Santis, o con un sutil grado de incertidumbre, como Martínez, que aunque acumula con ritmo atrapante hecho sobre hecho, se contradice desplegando teorías sobre la inconsistencia de la verdad y de las cosas, o justifica este diálogo:“-Alguien que trepa desde atrás y lo ataca en la oscuridad... Parece la única posibilidad razonable. Pero no fue lo que vimos.-¿Usted se inclina por la hipótesis del fantasma? -dije.Para mi sorpresa, Seldom pareció considerar seriamente mi pregunta y afirmó lentamente, con una leve oscilación del mentón.-Sí, entre las dos prefiero por ahora la hipótesis del fantasma.” Sombras nada más.Sombras en pena que no logran enterrarse, pasiones derrotadas, lugares donde sólo quedan "los contornos, el polvo de los días y los muertos en torno a nosotros, como reclamos", como escribe Florencia Abatte en “El grito”. Herencias de un pasado que estos escritores no vivieron pero los marca, que aparece a veces explícitamente y muchas otras agazapado. El modo en que el pasado está presente no es casi nunca "políticamente correcto", el que "hay que tener". Como si esa carga siniestra presionara, amenazara, obstaculizara, culpara, como si no pudiera discutirse con ojos propios, generacionales, los saludables ojos insolentes de quienes no lo vivieron. Si la razón política no puede, el arte (la literatura) sí: el inconsciente de la creación, ese otro juego."Pero ella no sabía o no se acordó que las mellizas Hóberal u Hoberol (...) volvemos para hablar hasta después de muertas", advierte la voz fantasmal de “La asesina de Lady Di”, de Alejandro López Rey, cerrando un relato que logró a su modo lo que todavía no pudo hacer esta sociedad: confesó culpas, castigó, hizo justicia. Claro que él "a su modo" cambia todo: la asesina es una cholula loca por Ricky Martin, una víctima es Lady Di."Una de las formas que adopta la memoria es un género que, aunque reconoce raíces en nuestra tradición, trae también una novedad muy importante: es la narrativa de horror", opina una atenta lectora de los nuevos, la escritora Ana María Shua. Podría decirse que muchos escriben cuentos de fantasmas. A veces en sentido literal: aterradores como en “Marvin”, de Gustavo Nielsen, desopilantes como “La asesina de Lady Di”, mentales como Rata paseandera, de Patricia Suárez. Otras, son más metafóricos: mundos fantasmagóricos en “El calígrafo de Voltaire”, de De Santis, realidades indiscernibles o mediáticas en “Zaira y el profesor”, de Betina Keizman o “El bailarín de tango”, de Juan Terranova; jóvenes apáticos que parecen flotar en un mundo inaceptable mientras se observan entre sí con estupor y tedio, en “Hojas de la noche” o “Examen de Residencia”, de Eduardo Muslip; sometidos, atrapados en pesadillas absurdas donde el poder hace sus festines, en “El núcleo del disturbio”, de Samanta Schweblin o “El sueño del señor juez”, de Carlos Gamerro. Esta literatura sospecha de lo que existe, percibe la compañía de un mundo malogrado al que no se le pudo nunca dar sepultura. Reaparece la ausencia de algo entrañable u odiado pero que acompaña con el persistente reproche de los abandonados. Es la patria derrotada y abandonada en “Gaijin”, de Maximiliano Matayoshi, libro de un realismo extraño por su silencio sutil. O la patria lejana en “Perdida en el momento”, de Suárez, o el pasado que remuerde en “Aún”, de Mariano Dupont, donde acecha la culpa por un desaparecido. Los tonos son bajos, melancólicos, hasta jocosos, nunca urgidos o dramáticos. ¿Acaso hay alguna urgencia? "Hoy nadie protagoniza nada y parecería que esa vacancia se prolongará indefinidamente", comenta Eduardo Muslip pensando en los escritores de su generación. "Nuestra preocupación mayor es conservar la sensación de que lo que hacemos tiene sentido."El entorno quieto tiene no obstante una ventaja estética: la denuncia exasperada, la solemnidad, suenan huecas. "Ya no existen presiones ideológicas que lleven a encarar determinados temas. Nos hemos librado simultáneamente de dos tipos de censura: de la mordaza de la dictadura, pero también de la autocensura de las buenas intenciones", dice Shua. Esto da frutos: "variedad muy grande de poéticas y cierta libertad respecto de los géneros", registra en los nuevos el crítico y escritor Noé Jitrik.Por todo eso, con el horror y la culpa coexisten el humor y el juego; la combinación es extraña, negra, potente. Como los niños que se divierten imaginando cómo se destripan los muñecos de guerra, muchos relatos son a la vez atroces y divertidos. Un ejemplo es “Las islas”, de Carlos Gamerro, novela monumental que algunos levantan como estandarte generacional.En “Dos veces junio”, de Martín Kohan, mientras se festeja en las calles el Mundial del ’78, el poder discute en los sótanos si hay que robar el hijo de una parturienta o torturarlo para hacerla hablar. No hay diversión, por supuesto, en ese horror nada ficcional, inscripto brutalmente en nuestra memoria, pero sí juego. Un juego tan amargo que ya no es juego: "La formación argentina (con especial atención a la procedencia de sus integrantes): Fillol, River Plate; Olguín, San Lorenzo de Almagro...", recita el texto hasta el final, interrumpiendo serenamente su historia insoportable. Sigue y de pronto vuelve: "La formación argentina (con especial atención a las fechas de nacimiento de sus integrantes): Fillol, 21 de julio de 1950; Olguín, 17 de mayo de 1952,...". Después es la especial atención a la estatura, después al peso... Difícil no reír, difícil reír. Es difícil leer lo que nunca hubiera debido tener que escribirse. Una historia que ya pasó pero no pasó, de la que hay que hablar pero no hay cómo, de la que no se es responsable (Kohan tenía 12 años en 1978) pero se pagan sus precios, que no les pertenece pero les pesa, que paraliza pero exige actuar.Con rabia, Juan Terranova explora otra respuesta al mismo dilema: "¿Qué pasó, Marconi? ¿Por qué la Argentina se volvió un país de mierda?", pregunta estupefacto, con sus veintitantos años, el protagonista de “El caníbal”. Pregunta a quien corresponde, a la generación de sus padres, y con un escritor de ellos establecerá su diálogo caníbal: "Porque yo tenía ganas de comérmelo a Villegas. Tenía ganas de que nutriera mi cuerpo. Mi cuerpo, mi existencia, las páginas de todos aquellos libros que sin su sangre en mis venas, ni su carne en mi carne, no habría podido escribir. Porque Villegas y todos los forros de su generación (...) están adentro de nuestra historia, formando y condicionando nuestra manera de pensar y de actuar. Por eso sentí ganas de comérmelo a Villegas. Comérmelo sin ritual, por el puro placer de que no existiera, y por la necesidad de que persistiera en mí."Comerlo sin ritual y sin obediencia, comerse el plato del sórdido fracaso para digerirlo mal y vomitarlo en forma de otra cosa, de otra escritura, una que no atañe solamente al pasado argentino. Hay otras ausencias presentes, más realistas, en las miradas exiliadas, marcadas por la ajenidad, de Matayoshi, de Ana Kazumi Stahl (“Catástrofes naturales”, “Flores de un día”), de Andrea Rabih (“Cera negra”), quien explora con humor y tristeza -nunca con sentimentalismo- su radical diferencia de mujer en un mundo masculino. Y está la ausencia de lectores: escribir en una sociedad que no lee.Mal negocio.Casi nadie compra literatura argentina actual. ¿Por qué? Los jóvenes escritores acusan a las empresas editoriales: "Las personas compran lo que les venden y un lector se educa", dispara Matayoshi. Y Jitrik: "Las editoriales no hacen mayor esfuerzo por defender sus propios libros, no hay premios que no respondan a estructuras publicitarias, los suplementos culturales son pobres". Sin embargo una editora, Julia Saltzmann, de Alfaguara, contraataca: "La ausencia de lectores se debe a factores que me explico más como lectora que como editora. Yo misma antes leía narrativa argentina y ahora ya no tanto. Y sigo leyendo a escritores que nacieron bastante antes de los ’60. Desde fines de los ’60 hasta entrados los ’80 leí mucho a nuestros compatriotas (aquí Julia cita a narradores muy reconocidos). Y después... después seguí leyendo a los mismos, sumando a Fogwill y Uhart. De jóvenes, nada o casi nada. No recuerdo nada que me haya impactado realmente. Así que no me extraña que el mercado responda así".No todos están de acuerdo. Sin nombres, Jitrik habla de "gente de indudable talento". Fogwill, Vicente Battista, Elvio Gandolfo elogiaron a estos autores y otros, como Sergio Olguín o Claudio Zeiger. Pero eso no convoca público. "Las editoriales nos promocionan poco", lamenta Suárez. Las grandes casi no los publican, las pequeñas les cobran, o cobran subsidios y no invierten en promoción.Para Saltzmann la baja calidad condiciona: "Las empresas comerciales necesitan vender, o invierten en autores de mucho prestigio". Siempre necesitaron vender, precisa Shua, pero ahora hay que vender rápido: "Las editoriales argentinas fueron compradas por grandes grupos internacionales. El efecto es la concentración, internacionalización y la exigencia de rédito inmediato".¿Acaso no da plata el libro que se abre camino y gotea firme, lentamente? Para los sellos pequeños, sin duda: "Nuestros libros son de catálogo, perduran", dicen orgullosas Sandra Contreras y Adriana Astutti, críticas y editoras de Beatriz Viterbo. Como Simurg o Adriana Hidalgo, no soportan las presiones de una impersonal Casa Matriz. ¿Por qué se extinguieron las editoriales argentinas que nos hicieron primeros en la industria cultural de Hispanoamérica? ¿Por qué fueron vendiéndose, una a una, a gigantescos grupos extranjeros? Hay varias causas, el desinterés argentino por su propia literatura es una. "Como parte del exitoso proyecto cultural de la dictadura, se rompieron los canales que vinculaban a los lectores argentinos con los textos de sus escritores", dice Shua.Fortaleciéndose en esos canales rotos surgió con la democracia una literatura académica, prolija, construida artificiosamente desde teorías literarias posmodernas, que obtuvo mejores o peores resultados. Las carreras de Letras organizaron su propio canon aristocrático con obras que solamente se leen allí. Hoy, con excepciones, se siguen manejando así. Lo que se vende es sospechoso por principio, lo que se lee con facilidad es malo, lo que cuenta una historia que no se autojustifica con teorías literarias no vale. Que la vida y la literatura vibren juntas sin pasar por la academia es una mala palabra.Quizás por eso algunos argentinos dejaron de leer argentinos. Otros se habrán cansado de buscar en vano sus amores literarios anteriores, del mundo malogrado: querrán leer a Cortázar cada vez que estos jóvenes quiebren el realismo, pero no lo encontrarán. Encontrarán a Borges, a quien no amaban en el mundo malogrado. Querrán leer a Walsh cuando busquen la política, ¿pero acaso Walsh tuvo que hacer arte político en un mundo detenido, de muertos sin sepultura? ¿Podría imaginar, como Schweblin en “El núcleo del disturbio”, la revolución como una rebelión de consumidores de cerveza en un bar posmo? ¿Podría contar que esos tomadores combaten dormidos y dejarán "sobre la almohada o sobre el escritorio la baba pegajosa de un sueño de revolución"?Lectores espectrales"Percibimos que pertenecemos a un grupo no muy chico pero poco relevante socialmente", dice Muslip. Muchas obras plantean esta soledad, el desencuentro alrededor de escribir y leer, lo que en un pasado impensable compartieron masivamente los argentinos. Suárez inventa lectores inverosímiles; Terranova o Keizman exploran efectos de la noticia policial. En “Leer y escribir”, de Ariel Bermani, una biblioteca fantasmagórica detiene fatalmente a los pocos lectores que se atreven: "Son siete las puertas que deben pasar para llegar a la sala de lectura. Walter los confunde indicando un falso camino, o los invita a ingresar por una puerta pequeña, disimulada en la pared (...) convenciéndolos de que se trata de un atajo". Es "la peligrosísima puerta de los lectores perdidos (...) al borde de la desesperación y la miseria". Como los demás argentinos, pero solos.En “Insomnio”, Cohen imaginó Bardas de Krámer, una ciudad cárcel, decadente, donde sus habitantes ya no duermen de noche ni saben leer o escribir. ¿Todos? No, hay dos o tres que no. En Argentina son más pero no están mejor. Deambulan entre compatriotas somnolientos que ignoran sus obras, tal vez para no tener que reconocerse a sí mismos. InventarioFlorencia Abbate (1977). El grito. Emecé, 2004.Ignacio Apolo (1969). Memoria falsa. Premio Proyección 1995, Ed. Atlántida, 1996.Ariel Bermani (1967). Leer y escribir. Segunda Mención Premio Clarín Novela 2003, próxima aparición en Interzona.Pablo de Santis (1963). La traducción. Planeta, 1998. El calígrafo de Voltaire, Seix Barral, 2000.Washington Cucurto (1973). Cosa de negros. Interzona, 2003.Mariano Dupont (1965). Aún. Premio Emecé 2003, Emecé, 2003.María Fasce (1969). La felicidad de las mujeres. Destino, 2000, La verdad según Virginia, Planeta 2004.Carlos Gamerro (1962). Las islas. Mención especial en el concurso de novela para autor inédito de Ed. Sudamericana y Secretaría de Cultura de la Nación 1997, Simurg, 1998. El sueño del señor juez. Sudamericana, 2000. El secreto y las voces. Norma, 2002.Ana Kazumi Stahl (1964). Catástrofes naturales. Sudamericana, 1998. Flores de un solo día. Seix Barral, 2002.Betina Keizman (1966). Zaira o el profesor. Beatriz Viterbo, 1999. Martín Kohan (1967). El informe. Sudamericana, 1997. Dos veces junio,Sudamericana, 2002.Alejandro López Rey (1968). La asesina de Lady Di. Adriana Hidalgo, 2003.Guillermo Martínez (1962). Crímenes imperceptibles. Premio Planeta Argentina 2003, Ed. Planeta, 2003. Acerca de Roderer. Planeta, 1993. La mujer del maestro. Planeta, 1998 Maximiliano Matayoshi (1979). Gaijin. Premio novela UNAM Alfaguara 2002. Alfaguara, 2002. Eduardo Muslip (1965). Hojas de la noche. Primer premio Concurso Colihue de novela juvenil 1995, Colihue, 1997. Examen de residencia. Simurg, 2000.Gustavo Nielsen (1962). Playa quemada. Alfaguara, 1994. Marvin. Alfaguara, 2003.Sergio Olguín (1967). Lanús. Norma, 2002. Filo. Tusquets, 2003. Angela Pradelli (1959). Turdera. Emecé 2003. Amigas mías. Premio Emecé 2002, Emecé 2002.Andrea Rabih (1967-2001). Cera negra. Simurg, 2000.Samanta Schweblin (1978). El núcleo del disturbio. Premio del Fondo Nacional de las Artes, 2001, Ediciones Destino, 2002.Patricia Suárez (1969). Rata paseandera. Subsidio a la creación de la Fundación Antorchas, 1997. Bajo la luna nueva. 1994. Perdida en el momento. Premio Clarín Novela 2003, Alfaguara, 2003. Juan Terranova (1975). El caníbal. Ediciones del Dragón, 2002. El bailarín de tango. Ediciones del Dragón, 2003.Claudio Zeiger (1964). Tres deseos. Destino, 2002. Nombre de guerra. Destino, 2003. Los vientos y los molinos - Por Vicente Muleiro Periodista - Escritor Me permito discrepar ligeramente con un concepto de Elsa Drucaroff sobre la nueva generación y su época, ése que dice que "es difícil ser realista". Con la mirada en gran parte de los mismos textos, "me parece" que lo difícil para un escritor de estos años es qué hacer con tanta abundancia de realidad. Ese problema, creo, no se le presentó a Borges o a Cortázar, que le adosaron frondosas capas de imaginación verbal a un territorio material acechado por desiertos varios. Acaso el problema de la creación literaria por estos pagos tenga que ver con lo irresuelto de un hiperrealismo macabro (sí, la dictadura) y los picos de crispación política y social que nos someten más a la tiranía del presente que al ámbito de los sueños. Qué hacer con esos vientos para imaginar los propios molinos bien puede ser la cuestión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario